31 agosto 2006

AVE CAESAR, MORITURI TE SALUTANT: La muerte como espectáculo




La lucha entre gladiadores, (munera gladiatoria) y las carreras de carros ( ludi circenses) despertaban en Roma una pasión fuera de toda duda. Los romanos gozaban de los beneficios que reportaba ser los dueños del mundo, y el Estado favorecía a esa masa desocupada y parasitaria que eran los habitantes de Roma, para evitarse riesgos de sublevación, con los juegos circenses. Juvenal lo expresa muy certeramente con esta frase “panen et circenses”, indicando, de esta manera, las dos preocupaciones fundamentales del pueblo de Roma: la comida y la diversión.
El régimen imperial multiplicó estos espectáculos como medio de control y manipulación de las masas, que de otra forma, podrían convertirse en una amenaza para el poder establecido. Además los juegos servían para establecer lazos afectivos entre el emperador y las masas, lo que evitaba el aislamiento y aumentaba la popularidad de los emperadores.

Parece ser que el origen de estos combates habría que buscarlo entre los etruscos, quienes como parte de las ceremonias fúnebres solían hacerlos para honra del difunto. Dice Festo: “había costumbre de sacrificar prisioneros sobre la tumba de los valerosos guerreros; cuando se hizo patente la crueldad de esta costumbre, se decidió sustituirlo por combates de gladiadores ante la tumba”.

Tenemos noticia de que en el año 264 a.C. en las honras fúnebres de Junio Bruto, tres parejas de esclavos lucharon en el mercado de bueyes (Forum boarium) para homenajear al difunto. Un rito sagrado en el que la sangre revestía un significado mágico en el combate a muerte.
La lucha de gladiadores nunca fue entendida como juego (Ludus), sino como una obligación (munus) o regalo para con los muertos. Al paso del tiempo pierde su significado de rito y se seculariza, ayudado por la tardía república que ante la obsesiva búsqueda del voto ciudadano, se lanza a programar los combates de gladiadores en un formidable instrumento de atracción de las masas. Julio César ofreció un “munus” donde lucharon trescientas parejas. No es de extrañar, pues, que el Estado quisiera monopolizar los combates.

Sería Octavio César Augusto, primer emperador del Imperio, quien se apresuró a confiscar un medio de propaganda tan eficaz. Reguló la lucha de gladiadores dos veces al año, que había de ser organizada por pretores y cuestores. A partir de aquí todos los combates de gladiadores eran ofrecidos al pueblo por el emperador, convirtiéndose en el espectáculo por excelencia. La gente rica organizaba combates dedicados al emperador, y también construían los edificios apropiados para su celebración: los anfiteatros. El primer anfiteatro de piedra fue construido, en Roma, en el reinado de Augusto, en el 29 a. C. Durante el gran incendio de Roma en el reinado de Nerón, en el 64 d. C. fue destruido. Vespasiano, el fundador de la dinastía Flavia, mandó construir el Coliseo, (Anfiteatro Flavio), que todavía hoy se puede contemplar. Consta de 4 plantas y tiene forma oval cuyos ejes miden 188 por 156 metros. La arena tenía unas medidas de 86 por 54 metros y a su alrededor unas gradas con capacidad para 45-000 espectadores sentados, y además un subsuelo con un sin fin de instalaciones: celdas, conducciones de agua, montacargas, etc. La gente entraba y salía a través de unos pasillos en rampa que desembocaban en los “vomitoria” y un gran toldo (velum), sujetado por mástiles, protegía a los espectadores del sol.
La procedencia de los gladiadores era muy variada, aunque la mayoría eran esclavos, también había prisioneros de guerra, o criminales condenados a morir en la arena (noxii ad gladium ludi damnati), o a ejercer de gladiadores durante un tiempo determinado hasta que recibían la “rudis”, una espada pequeña de madera que los libraba de seguir luchando, o incluso hombres libres (auctorati) que se alquilaban por una cantidad de dinero antes de continuar en la miseria. Sabemos también de un emperador llamado Cómodo ( Lucius Aurelius Commodus (161-192)) hijo de Marco Aurelio y de Faustina, que se exhibió como gladiador participando en mas de un millar de combates.

En un principio las escuelas de lucha estaban en manos privadas y las más antiguas hay que situarlas en Capua (una de ellas se haría famosa por la gran rebelión de gladiadores que, dirigidos por Espartaco, en los años 70 del s. I a.C., y con un ejército de más de 100.000 hombres aterrorizó Italia antes de ser derrotado por Craso. También hubo escuelas de lucha en Roma, y a ellas se dirigía quien quería organizar un combate. Pero posteriormente sería el Estado quien regentaría estas escuelas de lucha creando sus propias escuelas (ludi imperiali); la profesión de tratante de gladiadores desapareció, siendo reemplazados en esta labor por los funcionarios de orden ecuestre (procuradores a muneribus). La mayor escuela de Roma fue el “Ludus Magnus”, y otras importantes existieron en Capua, Ravena y Pompeya.

El espectáculo de la lucha se anunciaba con exquisita propaganda pública indicando, día y lugar del acontecimiento, así como el patrocinador (editor) y el número de parejas que intervendrían en el mismo. Empezaba la ceremonia la víspera del día indicado con un desfile de los gladiadores, que habrían de intervenir, hasta llegar a la arena, vestidos elegantemente de púrpura y oro y acompañados por esclavos que portaban sus armas. La noche anterior se ofrecía a los gladiadores un banquete al que podía asistir la gente (cena libera).
Llegado el día del espectáculo el público, desde primeras horas de la mañana, se apresuraba a llenar los asientos que rodeaban la arena. Y para llenar el día solía haber toda una serie de espectáculos como el de fieras (venationes) ya sea como exhibición de las mismas o bien como lucha de hombres y fieras que no eran otra cosa que la condena de gente miserable (damnatio ad bestias). También, hacia el mediodía, actuaban los llamados gladiatori meridiani, criminales condenados a morir en el anfiteatro y donde no había vencedor ya que el superviviente era también ajusticiado.

Por la tarde empezaban los combates entre los gladiadores. Previamente el editor había comprobado que las armas estaban bien afiladas (probatio armorum). El primer combate solía comenzar con el sonido de la tuba a la que acompañaban también otros instrumentos como cuernos, trompetas, pífanos y flautas.

Entre los “gladiatori” había distintas categorías: el galo o mirmidon provisto de escudo largo rectangular y espada corta; el secutor (perseguidor) con casco de visera, espada corta y escudo grande rectangular; el hoplómaco con gran escudo, coraza pectoral, casco con visera, cimera y correas de cuero en rodillas y tobillo derechos; el tracio con escudo pequeño (parma) y una espada pequeña curvada (sica); el retiario, cubierto con un taparrabos, estaba provisto de una red, un tridente y un puñal. No solían enfrentarse casi nunca dos gladiadores de la misma especialidad; era costumbre que el tracio se enfrentara al hoplómaco y el secutor luchara con el retiario, los galos podían luchar entre ellos.

Hecho el saludo ritual a la tribuna (Ave Caesar, morituri te salutant!) y tras oír el sonido de los instrumentos musicales empezaba la lucha. El público bramaba extasiado. Se solían hacer apuestas (sponsiones) y si los contrincantes no se aplicaban con dureza cerca de ellos estaban los fustigadores que los castigaban con azotes o hierros candentes para excitar el ardor combativo.

Cuando un luchador caía vencido el público, enardecido, exclamaba: “Habet, hoc habet!” (Lo tiene! Lo tiene!). El vencido, si podía hacerlo, levantaba los dedos de su mano izquierda pidiendo clemencia. Al vencedor le correspondía la suerte del vencido, pero estando el emperador delante, se le concedía el derecho de la decisión. El público, si el vencido había luchado de forma valerosa, levantaba el pulgar al tiempo que pedía: “Mitte!” (Suéltalo!). El emperador levantaba el pulgar y el vencido podía abandonar vivo el recinto. Si por el contrario deseaban su muerte, el emperador con su pulgar hacia abajo (pollice verso), ordenaba su ejecución que se cumplía con una escalofriante dignidad.

Los gladiadores eran vistos por la sociedad con un doble rasero; de una parte eran considerados como infames, marginados, sin honor personal; pero también tenían sus admiradores que se entusiasmaban con sus victorias. Por cada victoria recibían, además de importantes recompensas en metálico, una palma.

Estas luchas a muerte pocas y escasas veces tuvieron voces en contra, solamente tímidas condenas por parte de Cicerón o Séneca, que, sin embargo, quedaron ahogadas por el entusiasmo colectivo ante manifiesta agresividad representada por el dolor y la sangre.

Constantino en el año 326 prohibió las condenas ad bestias, y no sería hasta el 404 cuando el Emperador Honorio prohibiría, definitivamente, los combates de gladiadores.

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